Había una vez un zapatero llamado Daniel, que trabajaba para el rey. El rey era una persona muy amable y bondadosa, pero estaba muy mayor. Y, como era de esperar, su momento llegó dejando el trono a su hijo.
Su hijo tenía una fama malísima, y incluso antes de gobernar se le conocía en todas las cercanías, por su crueldad. Por eso Daniel estaba tan asustado, por lo que le pudiera pasar.
- ¡Daniel, ven aquí ahora mismo! Berreó Eduardo, el nuevo rey.
- ¿Si, señor?- contestó Daniel asustado.
- Para mañana quiero los mejores zapatos de todo el mundo, y en el caso de que no me lo parezcan, morirás decapitado- ordenó Eduardo.
- Pero señor…- protestó Daniel.
- Nada, zapatero insensato, no intentes llevarme la contraria, o morirás en el acto- amenazó Eduardo.
Así que Daniel fue a su modesto taller a trabajar en los zapatos, muerto de miedo por lo que le podría pasar si no conseguía lo que le pedía el rey. Así que en poco rato llegó al taller y comenzó a trabajar en los zapatos. Daniel era de los mejores zapateros del mundo, y sin duda lo podría haber conseguido, si no fuese por la presión a la que estaba sometido. Y por ese motivo, aunque estuvo trabajando hasta medianoche le salieron unos zapatos horrorosos. Lamento tras lamento, no pudo aguantar el cansancio se durmió trabajando en los zapatos.
Pero al día siguiente, aparecieron los mejores zapatos que nunca había visto encima de su mesa. Así, sin preguntarse ni quien ni porque, puesto a que no le importaba demasiado en estos momentos, se fue a entregar los zapatos al nuevo rey, que al verlos se maravilló y perdonó a Daniel.
Pero a pesar de perdonarle le pidió que hiciese otros zapatos iguales para su futura esposa y con las misas condiciones que la vez anterior y Daniel se estremeció de nuevo. Pero él era astuto y supo que si ya le habían ayudado una vez con los zapatos, le ayudarían otra vez. Por eso trabajó hasta la medianoche y después hizo ver que se quedaba dormido. Y mientras estuvo tumbado en la mesa descubrió a un duendecillo verde desconocido que estaba haciendo unos nuevos zapatos. Pero en el momento en el que fue a preguntarle quien era, se movió rápidamente y acabó los zapatos en un segundo y desapareció sin dejar rastro.
Daniel, una vez más, entregó los zapatos al rey Eduardo y este le perdonó la vida otra vez más. Y Daniel preocupado por quien sería ese duendecillo verde decidió quedarse despierto hasta que apareciese y poderle dar las gracias, pero ese día nunca llegó. Así que Daniel, con el paso del tiempo, se fue olvidando del tema hasta que no volvió a pensar más en el tema. Así todo quedo en un mero misterio, que nunca mas sería recordado hasta este mismo momento en el que TÚ la as revivido leyéndola de nuevo.
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